Cada vez hay más expertos que consideran que el mito del crecimiento económico sobre el que se asienta nuestro actual modelo de desarrollo socioeconómico es algo ya agotado y que no se puede sostener más. Durante las últimas cinco décadas, la búsqueda del crecimiento económico ha sido el objetivo político más importante de todos los países del mundo.
Hoy en día, la economía mundial es casi cinco veces superior al tamaño que tenía hace medio siglo. Si sigue creciendo al mismo ritmo, para el año 2100, el tamaño de la economía será 80 veces superior al valor que tenía en 1960. Así lo afirma Tim Jackson de la ‘Sustainable Development Commission’ del Reino Unido en el prólogo del informe‘Prosperity without growth‘ que pretende definir la transición hacia una economía sostenible.
Sus opiniones no tienen ningún desperdicio. Jackson considera que el aumento tan extraordinario de la actividad económica mundial que hemos conocido hasta hoy no tiene precedentes históricos. Es un crecimiento totalmente contrario a lo que nos dice el conocimiento científico que tenemos acerca de los recursos que son finitos y de la extremada fragilidad del medio natural del que dependemos para sobrevivir.
Además, la generación de externalidades crece con el deterioro del sistema, al igual que lo hace la entropía. Este crecimiento económico que hemos conocido hasta ahora ha venido acompañado por la degradación de casi el 60% de los ecosistemas del mundo y el progresivo agotamiento de muchos recursos naturales.
Desgraciadamente, y como nos pasó con la economía del ladrillo, la mayoría de los economistas, debido a que desconocen la 2ª Ley de la Termodinámica, suponen ingenuamente que, dejando a un lado las crisis financieras, el crecimiento económico podrá continuar por tiempo indefinido.
Consideran que el crecimiento sin fin no sólo será posible para los países más pobres —donde sin duda es necesario una mejor calidad de vida— sino, incluso, para los países más ricos a pesar de que la abundancia de riquezas materiales, contribuye cada vez menos a la felicidad y ya está empezando a amenazar los propios cimientos de nuestro Estado del Bienestar, donde el rico cada vez es más rico, el pobre es más pobre y las clases medias empiezan a situarse entre las pobres.
Las razones de esta ceguera colectiva son bastante fáciles de adivinar. La economía moderna es estructuralmente dependiente del crecimiento económico, si es que se quiere lograr su estabilidad. Cuando el crecimiento se tambalea —como lo ha hecho recientemente— entran en pánico los políticos.
Las empresas luchan por sobrevivir. La gente pierde sus empleos y, a veces, hasta sus hogares. Las sociedades se ven acechadas por la recesión económica. Cuestionar el crecimiento económico es algo que está considerado como si fuera un acto de locos, de idealistas o de revolucionarios.
Pero se trata de una pregunta que nos la tenemos que hacer pues en su respuesta va en juego nuestro futuro. El mito del crecimiento nos ha fallado y no ha sido ahora cuando nos fallado. Para los dos millones de personas que todavía viven con menos de dos dólares al día, ha fracasado.
No ha sido capaz de mejorar los sistemas ecológicos frágiles de los que dependen para su supervivencia. Se ha fallado estrepitosamente en lograr la estabilidad económica y segura de los medios de subsistencia de la gente.
Además, la solución a la crisis no es fácil porque exige cambios que para muchos serán revolucionarios. Sobre todo, si tenemos en cuenta que se avecina una impactante e irreversible crisis energética. Tenemos que repensar con urgencia nuestro modelo de desarrollo y en eso estoy muy de acuerdo.
Incluso, estoy de acuerdo cuando se apuesta por la mejora de la prosperidad pero sin crecimiento económico. Entiendo que la prosperidad va más allá de lo que son los placeres materiales. Trasciende a las preocupaciones materiales. Reside en la calidad de nuestras vidas, en la salud y en la felicidad de nuestras familias.
Entiendo y me parece muy bien que también se cuestionen los modelos energético y productivo, y se persiga, dado que nuestros recursos son finitos, la optimización de la productividad de los recursos naturales. Lo que no entiendo es que no se coloque en un lugar muy destacado la mejora de la productividad de la función pública. En el desarrollo sostenible no todo es ‘verde’, hay puntos críticos y factores de desarrollo que verdaderamente son ‘azules’, ‘rojos’ e, incluso, ‘marrones’. La función pública es un ‘marrón’.
Hoy en día, el rendimiento de la función publica es desastroso y su nivel de deterioro en muchos países va en aumento. Con el desarrollo de las Tecnologías de la Información, la dimensión que ha adquirido el número de trabajadores públicos es insostenible. Tampoco se puede permitir una política que duplica o triplica innecesariamente los niveles administrativos. No se puede pedir esfuerzos al sector privado que el sector publico no cumple. Se acabó ya la hipocresía y el cinismo como bases para la gobernanza.
Actualmente, y con la crisis y la necesidad de recortar gastos, muchos ministerios o departamentos de administraciones públicas se gastan la mayor parte de sus presupuestos en pagar nóminas de empleados que están casi de brazos parados porque los programas que atendían han sufrido amplios recortes en los presupuestos.
De este modo, se reducen absurdamente gastos en I+D+i, en la necesaria reflexión prospectiva para iluminar el futuro y en infraestructuras que posibilitarían la salida a la crisis económica actual. Es necesario romper con ese circulo tan vicioso del cortoplacismo y los privilegios de la oligarquía y de la función pública que nos tiene atrapados en el fango del declive.
La mayoría de los países desarrollados se han dotado de un sistema de funcionariado que tiene un fuerte impacto sobre la educación, sobre la sanidad pública y demás servicios públicos. Lo grave es que, como ocurre en muchos países del sur de Europa, sean sistemas que cada vez tienen peores rendimientos.
Además, los funcionarios, en una proporción importante, se creen con derecho a cobrar un sueldo por el mero hecho de ir al trabajo. En los tiempos actuales, inmersos en la crisis como estamos y donde mucha gente ha perdido el trabajo, es una actitud que califico de grave.
Pienso que sería absurdo hablar de prosperidad en ausencia de crecimiento económico —sería música celestial— si no empezamos por dimensionar antes la función pública y se crean mecanismos de control y planificación que delimiten y/o amplíen sus tareas, se adecue su tamaño y mejore substancialmente su productividad.
De paso, y por el agravio comparativo que ello supone, también sería necesario eliminar todos aquellos privilegios que gozan los funcionarios y que no son extensibles al resto de los trabajadores. Los funcionarios no viven de lo que les paga el gobierno —eso es un falacia— sino de los impuestos que pagamos los ciudadanos.
El nuevo paradigma socioeconómico tiene que ser por fuerza sostenible y ello exige dar prioridad a los gastos de inversión frente a los de consumo y poner en valor para el ciudadano y las empresas la propia función pública.
Una función pública que no tenga altos niveles de productividad y de rendimiento no es sostenible y, si no lo es, los esfuerzos por dotarnos de prosperidad sin crecimiento económico será un cuento para ingenuos o, simplemente, un verdadero engañabobos.